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¿Hay que entender el arte desde el pragmatismo para darle autonomía?

Muralismo, resistencia y estética

Galo Chiriboga develó el mural que pretende reparar a las víctimas de violaciones a los derechos humanos. Foto: Álvaro Pérez / El Telégrafo
Galo Chiriboga develó el mural que pretende reparar a las víctimas de violaciones a los derechos humanos. Foto: Álvaro Pérez / El Telégrafo
04 de enero de 2015 - 00:00 - Santiago Rivadeneira Aguirre. Especial para EL TELÉGRAFO

Quito.-

El mural de Pavel Égüez denominado ‘Grito de la memoria’, situado en el frontis del actual edificio de la Fiscalía General del Estado (Patria y 6 de Diciembre), ha provocado varias reacciones, la mayoría sustentadas en criterios difusos, en hipótesis convencionales (ideológicas, estéticas y políticas), que intentan construir una ‘razón práctica’ sobre el ‘contenido’ de la obra, fundamentalmente.

Desde el punto de vista de la ‘autonomía del significante artístico’ -para decirlo de alguna manera- (viejo recurso de cierta crítica) hemos vuelto al juzgamiento de las obras desde la perspectiva de la ejemplaridad. Porque el mural de Égüez solo es la muestra de una ‘estética dogmática’ (El dogma estético de la nación, El Comercio, domingo 21 de diciembre 2014) que impulsa el Estado para autorrepresentarse en su (in) suficiencia semántica, semiótica y demagógica.

Es decir, esas posturas especulativas que se han especializado en la cultura del gusto, donde solo caben pretensiones de una verdad artística y de autenticidad, si queremos hablar de identidad y de imaginarios populares, pero que no admiten una dimensión ontológica del arte.

Nos asustan las propuestas artísticas que muestran “manazas, ojos de hoyo negro, cuerpos descarnados pintados de un amarillo terroso, tan angulosos que la sensibilidad nos esquiva”. Esas supuestas tensiones disgresoras del arte ecuatoriano tienen un solo nombre: seguimos siendo por ventura o desventura ‘guayasaminescos’. Es decir, apegados para siempre a una voluntad de redención o de sumisión -dependiendo del momento histórico- que se sostiene en una moral del resentimiento.

El uso del arte debería considerar, en la perspectiva de estos funcionalistas, las relaciones entre los consumidores y el estado de cosas, para entender la construcción de una ‘apariencia estética’, que puede corroborar de cierta manera, la capacidad de generar mundos (distintos y variados, se supone). Los modos alternativos de ver estarían condicionados a destacar una neutralización de la ‘urgencia de decidir’ para que las cosas sigan como han estado.

Pero hay otra deriva en estas consideraciones: la recurrencia a la ‘paleta del indigenismo’ -según se puntualiza en este artículo- como una ‘prolongación del mito de la raza vencida’, que concluye con la transferencia de un sentido de lo sagrado y de los afectos que debería cultivar la población con la cual entra en contacto con la cotidianidad’.

Es decir, ¿al arte hay que entenderlo en el ámbito del pragmatismo para devolverle su real autonomía separada de su uso? Y es en ese equívoco conceptual –e ideológico- donde se sustenta todo el reclamo de estas imposturas: en la intención de traducir  el contenido de la obra a un lenguaje ‘normal’. Lo ‘monstruoso’ o lo deformado del arte, jamás podrá asegurarnos nuestra identidad emancipada. Pero la extra realidad del arte solo es una falacia de quienes reclaman una sociedad higienizada. ‘El sueño de la razón  produce monstruos’, decía Goya.

Porque cuando se critica el contenido y la función representativa del mural; y se cargan los dados al esquema sujeto-objeto, sobresalen ciertos elementos de una moralidad, así como la intención de definir la misión del arte desde sus dimensiones normativas y estéticas. Por lo tanto, dicen sus detractores (incluyendo las glosas de algunos pronunciamientos de Octavio Paz sobre el muralismo mexicano) se debería volver a la ‘racionalidad estética’, como un modelo de armonía y de permanencia. Racionalidad muy cercada por una nueva secularización que, con toda seguridad, debe estar fundada en ‘la fe en el progreso’.

Siendo el mural una expresión de resistencia y de potencia liberadora -esa es su contundencia- atenta contra la ilusión burguesa de un mundo sin disonancias, amparada en dimensiones metafísicas. Porque lo inicuo de los cuestionamientos, es la deliberada separación entre arte y política, creyendo que la sospecha de su juntura se dilucida sobreponiendo sus privilegios o pensando en las ‘necesidades vitales’ como único argumento. El mural de Égüez está ligado con la acción; también con la memoria y el recuerdo y su contemplación reevalúa la realidad a través del pensamiento y la presencia.

DATOS

El mural ‘Grito de la memoria’ fue inaugurado el 10 de diciembre como parte de una reparación a las víctimas de violaciones a los derechos humanos.

Pavel Égüez recibió talleres con los pintores de la corriente indigenista, Guayasamín y  Kingman. Estudió Artes Gráficas y Grabado en el Colegio de Artes Plásticas de la Universidad Central de Quito.

En 1999 Égüez pintó unas cincuenta obras de gran formato como miembro de la Campaña Continental Grito de los Excluidos impulsada por diversas personalidades y movimientos sociales latinoamericanos.

El trabajo del quiteño tuvo un costo de $ 300 mil. Ha sido criticado por diversos grupos, desde plataformas como Twitter, blogs y medios de comunicación como El Comercio. La mayor parte de los comentarios se desvían sobre la estética del trabajo y la inclusión de personalidades como León Febres Cordero.

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